Cuenta la rumorología que, tradicionalmente, la condición física en los equipos de Parque no ha sido buena. Son chismes con relativo fundamento. Sí que han pasado por el club jugadores con unas aptitudes físicas un tanto limitadas, mas han jugado también otros que se encontraban como motos. De todo ha habido, si bien el número de asistencia a los entrenamientos ha condicionado este aspecto, para bien o para mal.
Para revisar que nuestra capacidad física era la adecuada para afrontar el duro periplo competitivo, cada año hacíamos una puesta a punto, que se llevaba a cabo en un centro médico. Era lo que, tradicionalmente, hemos conocido como reconocimiento médico deportivo (en ocasiones, no era ni siquiera deportivo). Aunque, para ser más preciso, había otro motivo para hacer estos chequeos: que lo ordenaba la federación de baloncesto.
Así las cosas, con este precepto ineludible, que nos suponía un cierto coste económico, buscamos cada año el centro médico donde estos reconocimientos fuesen más baratos; lo que, claro, no llevaba aparejado un buen nivel de calidad. Menos mal que, además de la obligatoriedad de entregar una certificación médica de aptitud física, no era la federación tan exquisita como para esperar que la misma ofreciese las adecuadas garantías de lo que se certificaba.
Es por ello que estos reconocimientos médicos nos proporcionaron una buena cantidad de anécdotas, de las cuales solo relataré algunas en este blog.
Estas fueron las primeras facturas, de los primeros reconocimientos médicos que hicimos en el centro médico de la sede federativa (entonces en la calle Jose María Escuza).

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