lunes, 30 de diciembre de 2019

El clavo ardiendo

Hace más de 23 años eché una mano en el nacimiento de un nuevo club federado de baloncesto...
Cuando desempeñé la labor de entrenador por primera vez, en uno de los primeros partidos de la temporada de nuestro debut, no me imaginaba, ni por asomo, que aquello se convertiría en una costumbre. Es más, en los primeros partidos dirigiendo a aquel primigenio equipo, pensé que esa faceta sería pasajera y que pronto sería otro el que se encargaría de realizarla; si es que el club continuaba otra temporada más, lo que dudaba por aquel entonces. Sin embargo, el club empezó a cumplir años, y tanto el equipo como yo mismo nos dejamos arrastrar por una inercia, quizá compuesta de ciertas dosis de dejadez y de conformismo, que nos llevó a que siguiera entrenando al equipo un año tras otro. De esta forma, con el transcurso del tiempo, me olvidé de mi inicial idea de provisionalidad, transformándola en una rutina, que en ciertas épocas incluso yo mismo llegué a considerar necesaria, tanto para el club, como para mí. Hubo gente que proclamó que el club no era lo mismo sin mí; pero no era menos cierto que yo no era el mismo sin el club. En ese sentido, no sé quién ayudaba más a quién.

Hace muchos años, más de los que puedo o quiero recordar, oí decir a alguien que me agarraba a un clavo ardiendo. Desde entonces he tenido presente esa aseveración, precisamente por el gran número de veces que me he visto envuelto en el mismo error. Han sido muchas las situaciones en las que, a mi pesar, he podido ratificar que efectivamente me estaba agarrando a un clavo ardiendo. De entre ellas, seguramente las más numerosas han tenido que ver con este club, con Parque Bilbao. Mi continuidad en Parque, en unas cuantas ocasiones, ha sido motivada por ese clavo que no quería soltar. A veces, se trataba de no soltar un equipo con evidentes aptitudes baloncestísticas, en teoría destinado a lograr éxitos deportivos; otras veces, se trataba de ayudar a que el club no terminase definitivamente su aventura. Cada año, si la motivación fallaba, buscaba un clavo al que agarrarme; y en muchas ocasiones, el clavo quemaba.
Mientras buscaba clavos en el techo, en mi entorno cercano la vida miraba hacia delante. La gente reía, lloraba, sufría en silencio, cantaba también en silencio, se alejaba, volvía, e incluso, moría. Mientras tanto, yo seguí buscando clavos a los que agarrarme…
No se puede volver el tiempo atrás. Sí se podía en los cuentos, en los cómic, o en las películas, pero en la vida real parece que no. 23 años después no tengo nada claro quién ha salido más beneficiado y quién más perjudicado de esta vida en común con Parque Bilbao. Lo que sí sé es que ha llegado la hora de dejar de buscar clavos.
 
 
El paso del tiempo
 
 

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